La educación para la competitividad es un contravalor imperante, no exento de violencia
El sistema educativo en nuestro país es claramente selectivo, competitivo y discriminatorio. El niño experimenta en su propia carne el «espíritu bélico» y la violencia desde los primeros años. Estudiar y aprender no es algo interesante, divertido y enriquecedor... ¡estudiar es competir! Quien logra las marcas, sigue adelante es valorado y, tenido en cuenta; quien tiene problemas, es eliminado.
Se estudia por las notas, se castiga por las notas, se selecciona por las notas, y se elimina y discrimina por las notas. El niño, el adolescente y el joven comprueban, día a día, que no se le valora por ser bueno, generoso, simpático, desprendido, servicial..., únicamente importan los resultados escolares, las notas.
El mensaje que recibe desde todos los ángulos es claro: «Hay que destacar, vencer, ser los primeros, ¡triunfar! La vida es lucha y quienes te rodean son adversarios a batir. No importan los medios que utilices si al final eres rico, famoso y poderoso»
Estamos educando para la insolidaridad con esta fiebre competitiva que nos lleva a considerar al otro como enemigo, al menos en potencia, ya que nos puede disputar y hasta arrebatar aquello a lo que aspiramos. Es claro que se impone una revisión seria y en profundidad del sistema educativo imperante.
La educación para la competitividad ha de ser sustituida por una educación para la solidaridad y el altruismo.
El reto personal consigo mismo para el logro de una formación integral debe desbancar a la competitividad generalizada que nos invade y condiciona desde todos los sectores de la sociedad, conduciéndonos desde niños a un depauperante y feroz individualismo.
Hemos sido creados para amar, ser amados, compartir y contribuir al bien común. Ese debe ser nuestro oficio de hombres si no queremos ver nuestra vida vacía de contenido. Sólo es posible aspirar a la verdadera felicidad, que es la que emana de amor y de la paz con uno mismo, sintiendo la dicha y la felicidad de los demás como propia. La senda sin destino del desasosiego por el poder, el placer, el dinero, la fama, el consumo, etcétera, sólo nos conducirá a nuestra propia destrucción, ya que, al prescindir en nuestras vidas de la generosidad, la solidaridad y, el altruismo, estamos matando el amor y sin amor quedamos reducidos a la nada.
Se estudia por las notas, se castiga por las notas, se selecciona por las notas, y se elimina y discrimina por las notas. El niño, el adolescente y el joven comprueban, día a día, que no se le valora por ser bueno, generoso, simpático, desprendido, servicial..., únicamente importan los resultados escolares, las notas.
El mensaje que recibe desde todos los ángulos es claro: «Hay que destacar, vencer, ser los primeros, ¡triunfar! La vida es lucha y quienes te rodean son adversarios a batir. No importan los medios que utilices si al final eres rico, famoso y poderoso»
Estamos educando para la insolidaridad con esta fiebre competitiva que nos lleva a considerar al otro como enemigo, al menos en potencia, ya que nos puede disputar y hasta arrebatar aquello a lo que aspiramos. Es claro que se impone una revisión seria y en profundidad del sistema educativo imperante.
La educación para la competitividad ha de ser sustituida por una educación para la solidaridad y el altruismo.
El reto personal consigo mismo para el logro de una formación integral debe desbancar a la competitividad generalizada que nos invade y condiciona desde todos los sectores de la sociedad, conduciéndonos desde niños a un depauperante y feroz individualismo.
Hemos sido creados para amar, ser amados, compartir y contribuir al bien común. Ese debe ser nuestro oficio de hombres si no queremos ver nuestra vida vacía de contenido. Sólo es posible aspirar a la verdadera felicidad, que es la que emana de amor y de la paz con uno mismo, sintiendo la dicha y la felicidad de los demás como propia. La senda sin destino del desasosiego por el poder, el placer, el dinero, la fama, el consumo, etcétera, sólo nos conducirá a nuestra propia destrucción, ya que, al prescindir en nuestras vidas de la generosidad, la solidaridad y, el altruismo, estamos matando el amor y sin amor quedamos reducidos a la nada.