La solidaridad como alternativa


El altruismo y la solidaridad se alzan como única alternativa válida capaz de contrarrestar los hábitos de la competitividad, que conducen, de manera segura, a un egoísmo e individualismo exacerbados.
La solidaridad, que se define como «determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común», no se trata de un sentimiento superficial por los males de tantas personas cercanas o lejanas, sino de una actitud definida y clara de procurar el bien de todos y cada uno.
Todos debemos ser responsables también de la felicidad de los demás. El medio que tenemos a nuestro alcance de educar a nuestra juventud para la solidaridad y el altruismo, tanto en el hogar como en la escuela, es predicar con nuestro ejemplo constante, valorando y reforzando desde la infancia las conductas de hermandad, comprensión, amabilidad, disponibilidad, ayuda a los demás, hospitalidad, perdón, etcétera.
Dejemos de centrar tanto la atención en las calificaciones escolares, en las competencias laborales y mostrémonos felices y entusiastas cuando nuestros pequeños se desprendan de sus juguetes, piensen en cómo borrar la tristeza y la preocupación del rostro de un amigo, o compartan sus libros, cuentos y objetos más queridos con los demás.
En el colegio y en el trabajo fomentemos la ayuda de unos a otros. Que los que tengan más facilidad para las matemáticas, los idiomas o cualquier otra materia, sean felices contribuyendo a que los compañeros con dificultades de aprendizaje reciban de su parte las explicaciones, las palabras de aliento y el apoyo incondicional y solidario; en el trabajo diario manifestemonos alegres y no tan competitivos.

Por fuerte que sea el huracán que arrastra a nuestra juventud al individualismo, la competitividad. Y el poder; la complacencia en el bien de los demás, vivida desde la cuna en actitudes de servicio y de generosidad, siempre acaba por cristalizar en consistente y definida actitud solidaria... ¡«valor humano»!
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La educación para la competitividad es un contravalor imperante, no exento de violencia

El sistema educativo en nuestro país es claramente selectivo, competitivo y discriminatorio. El niño experimenta en su propia carne el «espíritu bélico» y la violencia desde los primeros años. Estudiar y aprender no es algo interesante, divertido y enriquecedor... ¡estudiar es competir! Quien logra las marcas, sigue adelante es valorado y, tenido en cuenta; quien tiene problemas, es eliminado.
Se estudia por las notas, se castiga por las notas, se selecciona por las notas, y se elimina y discrimina por las notas. El niño, el adolescente y el joven comprueban, día a día, que no se le valora por ser bueno, generoso, simpático, desprendido, servicial..., únicamente importan los resultados escolares, las notas.
El mensaje que recibe desde todos los ángulos es claro: «Hay que destacar, vencer, ser los primeros, ¡triunfar! La vida es lucha y quienes te rodean son adversarios a batir. No importan los medios que utilices si al final eres rico, famoso y poderoso»

Estamos educando para la insolidaridad con esta fiebre competitiva que nos lleva a considerar al otro como enemigo, al menos en potencia, ya que nos puede disputar y hasta arrebatar aquello a lo que aspiramos. Es claro que se impone una revisión seria y en profundidad del sistema educativo imperante.
La educación para la competitividad ha de ser sustituida por una educación para la solidaridad y el altruismo.

El reto personal consigo mismo para el logro de una formación integral debe desbancar a la competitividad generalizada que nos invade y condiciona desde todos los sectores de la sociedad, conduciéndonos desde niños a un depauperante y feroz individualismo.
Hemos sido creados para amar, ser amados, compartir y contribuir al bien común. Ese debe ser nuestro oficio de hombres si no queremos ver nuestra vida vacía de contenido. Sólo es posible aspirar a la verdadera felicidad, que es la que emana de amor y de la paz con uno mismo, sintiendo la dicha y la felicidad de los demás como propia. La senda sin destino del desasosiego por el poder, el placer, el dinero, la fama, el consumo, etcétera, sólo nos conducirá a nuestra propia destrucción, ya que, al prescindir en nuestras vidas de la generosidad, la solidaridad y, el altruismo, estamos matando el amor y sin amor quedamos reducidos a la nada.